“A la muerte se le toma de frente, con valor,
y después se le invita a una copa” (A. Poe)
Era el ser encapuchado.
Flotaba sobre la cama dejando caer esa gran túnica negra, deshilachada. Estaba asustado,
tanto que me olvide por completo del que abría mi puerta. El ser flotante me tendió
la mano. Asustado empecé a retroceder sin darme cuenta de que la puerta estaba
abierta y que el engendro me estaba esperando con los brazos abiertos en los
cual caí y viendo como sus manos me agarraban sin dejarme escapatoria. Su cuerpo
era frio, y sus manos de hielo puro. Notaba esa capa caer sobre mí y confuso a
la par que asustado, le mire el rostro. Desde que lo vi, le reconocí, era
Deimos, la personificación del miedo y del dolor.
Cada vez apretándome más fuerte me susurro: “huyes del destino,
huyes de la muerte”. “No” le dije yo, “yo no huyo de ese ser. No le tengo miedo”.
En ese momento Deimos se rio de mí, en ese momento vi al encapuchado cerrando
su mano y juntándola hasta su pecho finalmente, y para mi sorpresa, como un
torbellino desapareció en un agujero de oscuridad del techo. Cubriéndonos con
su capa me transportó, Deimos, junto a él, al cementerio. “¿Qué hacemos aquí?”
le pregunte, “Tú eras el que decía que no tenías miedo a lo desconocido, y nada
hay más desconocido que esto.”
No sabía a qué se refería, dando unos pasos al frente oí un rayo
caer a mis espaldas, cuando mire Deimos no estaba y como era de costumbre, una
carta puesta encima de la marca del rayo en el suelo. Era una carta con un lazo
marrón. La cogí y antes de abrirla empecé a oír unos ruidos de desquebrajo. Mire
a mi alrededor y no había nada. Quite el lazo a la carta y antes de poder
abrirla volví a oír, pero ahora más fuertemente esos ruidos de resquebrajamiento,
como si alguien rasgara la corteza de un árbol, o el ruido de ramas secas rompiéndose.
Cuando más miraba menos veía y eso cada vez me asustaba más y por ello, más
temblaba. Abrí la carta y había una nota, clara:
¡CORRE!
Cuando mire al
cementerio mí que la tierra se levantaba y que cada una de las tumbas expulsaba
a cada inquilino que en ella habitaba. Me asuste, intente correr come me había dicho
la carta. Eche a correr y al segundo paso una mano, esquelética, pero aun con
trozos de piel, me agarro el pie con mucha fuerza. Grite, eso era lo que podía hacer
en ese momento, puesto que el miedo se apodero de mí. Cada vez salían más
cuerpos muertos, inertes. Algunos acababan de ser enterrados pues todavía tenían
los ojos, el pelo, la ropa, otros, sin embargo, estaban completamente
momificados. Estos parecías que solo con tocarlos se romperían, pero no era así,
sabía que si me cogían no saldría vivo, estaría como ellos.
Con el talón de mi otro pie golpee la mano que me agarraba y como
pude Salí corriendo. Corrí todo lo que pude, cuando mire a mis espaldas vi a
Deimos mofándose de mí, sus carcajadas se oían en todo el cementerio. Vi los
muertos levantarse de sus tumbas y, como persona que acaba de despertar, andar
con sed de sangre, sangre humana, mi sangre. Incluso vi como algunos habían sido
apuñalados y aun después de muertos seguían sangrando. Vi bichos, hormigas,
lombrices que se movían por sus cuerpos. Algunos incluso dentro del cuerpo. Viendo
los detritívoros recorrer los cuerpos muertos no sabía si vomitar o correr más.
No podía correr a ningún lado, todo estaba plagado de los enviados del
infierno. Vi una pequeña cripta en la que no dude en meterme. Al meterme cerré
la gran puerta que dentro había. Por las ranuras que aún quedaban entre piedra
y piedra, la luna ilumino unas escaleras que parecían infinitas.
Las baje, nunca había entrado en una cripta y seguramente, si lo
hiciera, lo haría algo muerto. Estaba bajando esas escaleras y cada paso era
menos visión, menos luz. Cada escalon que bajaba era un escalofrio, era un
ruido distinto. Llegue al suelo y no veía nada. Empecé a tocas las paredes en
busca de alguna clase de palo o antorcha, puesto que yo tenía un mechero. En lo
que sacaba segui tocando, note algo suave pero de forma extraña. Encendí el
mechero, lo acerque a esa piedra y mi grito hubiera despertado a todos los
muertos del cementerio, si no lo estuvieran ya. Era una calavera y aun con
todos los dientes. Solte el mechero y volvi a perder la poca visión que me
quedaba. Me arrodille y tanteando el suelo en busca de mi mechero.
Lo encontré, al encenderlo vi una tela roja, perteneciente a un pantalón.
Subí la vista junto a la luz del mechero y vi una camisa, ya me temía lo peor. Subiendo
un poco más vi, perfectamente, que era un cadáver. Di un paso atrás y otro
grito lance al viento y esta vez, tras esto, se encendieron unas antorchas que
iluminaron hasta el rincón más recóndito de la cripta. Al fondo, junto a una
tumba muy bien cincelada había un cuerpo, erguido, el cual alzaba su mano señalándome
y con voz grave, procedente del infierno mismo:
Me envían en
tu busca
Los que no
quiere ni ver,
Pues,
estando muertos o vivos
Tu alma quiere
tener.
¿Sientes
ahora el miedo?
¿Sientes
ahora el dolor?
Grítalo,
todo será mejor.
Grítalo y
para ti, todo acabo.
Lo grité, claro que lo grité. “¡Tengo miedo! ¡Estoy aterrado! ¡Tú
ganas, déjame en paz!” grite y grite, pero nadie me contesto, lo único es que
el cuerpo momificado regreso a su tumba y cuando estuvo dentro oí con la misma
voz del cuerpo:
Sé que tenías
miedo y por eso hice esto.
Ya ha
acabado tu tortura.
Felicidades.
Quedas libre.
Me sentí libre, suspire de alegría. Subí las escaleras mientras se
apagaban las antorchas. Cuando llegue al piso de arriba la puerta estaba
abierta y al salir, a pesar de seguir siendo de noche y a pesar de todavía haber
una neblina aterradora, no había ni un alma. Salí y todo estaba muy tranquilo. Suspire
de alivio, entonces, me di media vuelta, mire sobre la puerta de la cripta y había
un busto de Palas, posado en él un cuervo, a mis espaldas, en las ramas de un árbol
viejo y retorcido, un gato negro de un solo ojo, pues el otro lo tenía cocido. Cuando
volví a mirar al cuervo, este me dijo: “Nunca más”. En ese momento me atraparon
los cuerpos que creía desaparecidos, me taparon la boca y me apresaron. Me llevaron
hasta una tumba vacía, cuando miré la lápida me vi una foto, era yo. Ahí me
tiraron como si un trapo fuera y empezaron a enterrarme. Lo comprendí todo, me
otorgaron la libertad, la libertad espiritual. Me habían entregado mi muerte. Casi
no vi nada más, pues me estaba cayendo tierra desde el exterior. Fue ahí cuando
descubrí que la vida es tan efímera, como el viento. Pasa rápido, pasa lento,
pero siempre pasa y no vuelve nunca más.
Continuará…
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